Monacato femenino es una locución que se emplea para hacer referencia a la situación de las mujeres en el estado, actividad, institución y dignidad monástica, definidos en el sustantivo «monacato».
La palabra «monacato» deriva del latín, monăchus, y a su vez del vocablo griego, μοναχός, que significa «el que vive solo».[1] La forma femenina Мοναχή fue utilizada, aunque en menor grado que la masculina, en Еgipto desde antes de la era cristiana para designar entre otras nociones la del ascetismo y la del celibato. Uno de sus significados hace referencia al hombre o mujer célibe. En las fuentes literarias se usaba el término παρθένος. En la papirología, μοναχή aparece desde el siglo ІV hasta el siglo VIII d. C.[Nota 1] Todos estos términos y conceptos se desarrollaron y evolucionaron en el ámbito de las diversas religiones las cuales constituyeron marcos de referencia para distinguir unos monacatos de otros, tanto en el sentido espiritual como en el de organización de esa forma de vida religiosa, ad intra y en sus relaciones institucionales con las autoridades civiles.
El adjetivo «femenino» otorga un matiz propio, al situar a las mujeres espacial y temporalmente en las variadas formas de monacato. Los descubrimientos, las investigaciones sobre las diversas acepciones de uno y otro término van indicando las coordenadas para situar a la mujer en lo que gráficamente, puede representarse como una línea del tiempo (ver Galería de imágenes, al final del artículo).
Diversos sistemas y estructuras conformaron el monacato femenino en diferentes momentos de la Historia. A través del tiempo se pusieron de manifiesto variados modelos de vida comunitaria, tanto con la inclusión de mujeres reconocidas por sus acciones, cuanto por aquellas otras que, en forma más anónima, se integraron en el sistema religioso y monástico de su tiempo, a menudo formando parte de grupos colectivos. Fruto de la cultura de épocas pasadas, el monacato femenino fue considerado frecuentemente un apéndice o complemento del monacato masculino, con niveles de formación diversos.[2][nota 1] Numerosos estudios interdisciplinarios (entre los que se cuentan los iniciados en 1945 por Josefina Murriel, acerca de las mujeres coloniales)[3] sobre el monacato y sobre los géneros masculino y femenino permiten comprobar tanto aquellos aspectos que tienen en común como aquellos desarrollos propios y difererentes.[nota 2] El Concilio Vaticano II dedicó un decreto específico al tema de la renovación de la vida religiosa en la Iglesia católica, haciendo mención explícita en varios pasajes a varones y mujeres, seguidores ambos de la práctica de los consejos evangélicos desde los comienzos de la Iglesia (Perfectae caritatis, 1). Para ambos destacó el tema de su formación religiosa y apostólica, doctrinal y técnica, que debe continuar para la obtención incluso de los títulos convenientes (Perfectae caritatis, 18).[4] El mismo Concilio había declarado previamente: «Las mujeres ya actúan en casi todos los campos de la vida, pero es conveniente que puedan asumir con plenitud su papel según su propia naturaleza. Todos deben contribuir a que se reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural» (Gaudium et spes, 60).[4]
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